El 6 de noviembre se celebra la memoria de los 60 testigos de la fe, hasta el derramamiento de su sangre, pertenecientes todos ellos a nuestra gran Familia Vicenciana. Se distribuyen así:
- 40 Misioneros de la Congregación de la Misión (24 sacerdotes y 16 Hermanos coadjutores)
- • 5 Sacerdotes diocesanos de la diócesis de Murcia, asesores de distintas asociaciones laicales de nuestra familia.
- • 2 Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl
- • 7 Laicos Hijos de María.
- • 6 Caballeros de la Medalla Milagrosa
Todos ellos fueron martirizados en la persecución religiosa que tuvo lugar durante la guerra civil española entre los años 1936 y 1939. El acontecimiento de la beatificación se realizó en el contexto del 400 aniversario del comienzo del carisma vicenciano en la Iglesia.
Todos conocemos cómo San Vicente, a través de las dos experiencias decisivas vividas en Folleville y Châtillon, descubrió la necesidad de la misión y la caridad. Son éstos los raíles que llevarán a la Familia vicenciana a su plenitud y a su santidad. Pues bien, en este mismo contexto misionero y de opción por los más necesitados, es donde hay que situar el testimonio valiente de estos nuevos mártires. Con serenidad confesaron su fe en Jesucristo Resucitado y con valentía defendieron los valores del Evangelio. Llegaron hasta el acto heroico de perdonar a los mismos que les estaban ajusticiando, a imitación del mismo Jesucristo. “No hay ningún acto de amor más grande que el martirio”, afirmó en una ocasión nuestro Fundador.
El martirio de estos 60 vicencianos es un don, una gracia y un ejemplo que nos anima a la fidelidad. “Dichosos vosotros cuando os insulten, os persigan y os calumnien de cualquier modo por causa mía. Estad alegres y contentos porque Dios os va a dar una gran recompensa” (Mt 5, 11-12). En este mundo nuestro marcado por el capricho, los proyectos a corto plazo y la búsqueda de bienestar a costa de lo que sea, estos nuevos mártires se convierten en referentes que nos hablan de la belleza de una vida entregada a Dios y al servicio de los demás hasta las últimas consecuencias. Es claro que el testimonio martirial no se improvisa; es el resultado de toda una vida orientada hacia el Evangelio o, dicho, en otros términos, el martirio es el fruto más granado de la fidelidad permanente, un acto heroico propio de personalidades maduras y de cristianos convencidos y coherentes.
Posiblemente ninguno de nosotros tendremos que afrontar el martirio cruento. Las persecuciones hoy se hacen de una manera “más civilizada”. Sin embargo, todos estamos llamados a cultivar y a fortalecer la fidelidad, valor éste que está en la base de todo martirio. Para nosotros, la fidelidad, entendida de forma dinámica, será lo que mantenga viva nuestra vocación de evangelizadores y servidores de los pobres.
Los nuevos mártires pueden estimularnos a crecer en la “fidelidad creativa”. Ojalá que seamos capaces de desplegar nuestra vocación de una forma creativa en un mundo traspasado por la increencia, el desconocimiento de Jesucristo y la miseria de tantos millones de personas. Este desgastarse diariamente es lo que la Iglesia y el mundo espera de nosotros como vicencianos.
“Cuide bien su pobre vida –aconseja Vicente a un misionero-; conténtese con ir gastándola poco a poco en el amor divino; no es suya sino del autor de la vida, por cuyo amor tiene usted que conservarla hasta que se la pida, a no ser que se presente la ocasión de darla, como ese buen sacerdote de ochenta años de edad, que acaban de martirizar en Inglaterra con un suplicio cruel” (SVP II, 156).
Como San Vicente, también nosotros pensamos que la Familia vicenciana no se debilita con la muerte cruenta de varios de sus hijos e hijas. Por la historia de la Iglesia sabemos que ocurre exactamente lo contrario. Ya lo hacía notar Tertuliano en el siglo II: “La sangre de los mártires es semilla de cristianos”. La Iglesia se ha engrandecido gracias a la predicación silenciosa de sus santos mártires. Y nuestra Familia, exactamente igual. “Por uno que reciba el martirio, vendrán otros muchos; su sangre será como una semilla que dará fruto, y un fruto abundante” (SVP IX, 1089).
Extracto de la carta del Superior General del 17 de mayo de 2017